El sábado 24 de noviembre de 2013 viví un momento revelador frente al televisor: estaba viendo en DW (programa documental Prisma) un reportaje sobre la escasa representación femenina en altos cargos en Alemania, país que muchos ven como ejemplo de equidad. Lo más chocante: a pesar de que mujeres y hombres acceden a la universidad prácticamente en igual proporción, sólo entre el 12 % y el 22 % de los puestos ejecutivos en grandes empresas (DAX-30) estaban ocupados por mujeres, frente a un 6 % en el Reino Unido ([theguardian.com][1]). En los directorios de supervisión corporativa la cifra era mayor —22 %—, pero seguía siendo muy inferior al 50 % demográfico .
Familias y decisiones urgentes:
El reportaje entrevistó a varias generaciones de profesionales:
1. Mujeres que dejaron sus carreras para tener hijos, algunas retornaban tras un par de años, otras no. Sentían orgullo de haberse dedicado a sus hijos, pero también frustración profesional.
2. Mujeres mayores (50–60 años) que nunca renunciaron: compartieron la crianza con esposos responsables. Reconocieron que era posible organizar el hogar atendiendo las exigencias laborales de ambos.
3. Mujeres actuales en empresas flexibles, gracias a políticas de “80 % de tiempo laboral” y guarderías in situ. Demostraron que se puede tener hogar y carrera sin que el sistema colapse.
4. Hombres con mentalidad tradicional, que creen que es mejor que la mujer renuncie en lugar de implicarse en tareas familiares. Un gerente simplemente comentó que, al proponer ascensos a mujeres competentes, muchas rechazaban por inseguridad. Ese mismo gauce, en hombres ni se nota.
¿Dónde está la raíz?
El programa enfatizaba lo que muchas expertas han señalado: las niñas suelen crecer en entornos que exageran la pasividad femenina y con una narrativa romántica que las define más por roles de compañeras o madres que por logros profesionales. Una niña del reportaje declaró querer ser “princesa”, no ingeniera; algo que un gerente calificó con sorna: “las empresas no necesitan princesas, necesitan ingenieras”.
Este fenómeno no es inocente: estudios muestran que consumir cultura “princesa” —como los cuentos o juguetes tipo Disney— refuerza roles de género rígidos en niños y niñas ([phys.org][2]). Pero también hay noticias alentadoras: investigaciones recientes (Coyne et al., 2021) muestran que, con una guía responsable desde los padres, esa misma “cultura princesa” puede fomentar actitudes más igualitarias y una mejor autoestima ([time.com][3]).
El contexto alemán como espejo de Nuestra América.
Alemania avanza con cuotas en los directorios, en supervisión, y en menor mefida en juntas ejecutivas pero aún factores como el pago diferencial —22 % más altos para hombres en cargos equivalentes— también tiñen el panorama .
¿Y América Latina? Aquí la realidad es diferente: con economías más precarias, las mujeres suelen ser más pragmáticas. Menos fantasía, más supervivencia. Sin embargo, muchas veces repiten ritmos discriminatorios: hogares donde la profesionalidad femenina aún choca con tareas domésticas invisibilizadas.
Reflexión personal:
Creo firmemente que cada persona —hombre, mujer, lo que sea— debe elegir libremente, en este caso, si desea ser madre, ejecutiva o ambas cosas. Lo esencial es no ver cada opción como “lo que corresponde”, sino como una auténtica decisión personal. Lo crucial es no depender de un modelo arcaico ni de un príncipe que las “salve”.
Y un consejo final basado en evidencias sociológicas: mostrar a niñas modelos reales —desde ingenieras hasta presidentas— puede cambiar sueños de “princesa” por metas reales, como descubrieron en India con alcaldes mujeres: niñas que, al verlas, aspiraban a roles que antes no imaginaban .
En síntesis:
Empoderar empieza con modelos, no con cuentos. Es vital que criemos con libertad —para ser ingenieras, amas de casa, científicas o ganadoras del Nobel— lo que elija ser cada mujer, sin miedo ni prejuicios sociales. Si tus hijas deciden después ser princesas, que sea por elección consciente, no por falta de opciones. A eso también tenemos derecho, a elegir o hacer lo que te da la gana, claro sin hacerle daño a nadie, porque la maldad siempre hay que controlarla por mucho que queramos destruir en nombre de nuestros ideales, o de nuestra moral, ya eso es terrorismo, ¿o acaso eres terrorista?
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