Mi puntuación como fan del cine, no experto crítico:
☆☆☆☆ ----- Excelente -----10/10) ------ No te la pierdas.
White Christmas de 1954, es de esos filmes navideños antiguos que uno vio, en los 80s, en la niñez casi por accidente —en la tele, doblado al español y con la magia intacta— y es uno de los que desde entonces se me quedó grabado en la memoria emocional. Lo volví a ver ya de adulto, y confirmé lo que mi versión infantil ya sospechaba: es un filme excelente, una comedia romántica navideña musical que envuelve, reconforta y te deja sintiendo ese calorcito tipo chocolate caliente aunque afuera esté nevando… o aunque vivas en San Salvador, donde nunca cae ni un copo.
Estrenada en 1954, dirigida por el confiable y elegante Michael Curtiz (sí, el mismo de Casablanca, para que midas el calibre), esta película fue la primera producción filmada en VistaVision, un formato panorámico que en su época era la crema y nata del tecnicolor y más para lo navideño. Y vaya que lo aprovecha: luces brillantes, escenografías teatrales y ese glamour americano de los años 50 que hoy se siente casi de otra dimensión… pero de una deliciosa dimensión.
El dúo protagonista es sencillamente perfecto: Bing Crosby, con su voz aterciopelada que parece un abrazo musical del cielo. Danny Kaye, actor y bailarín con una vis cómica encantadora que eleva cada escena.
A ellos se suman las icónicas Rosemary Clooney (sí, tía del guapisimo y talentoso George Clooney) y la elegantísima Vera-Ellen, cuyo talento para el baile convierte al filme en una coreografía continua. La química entre los cuatro es como una taza de ponche navideño: dulce, cálida y peligrosamente adictiva.
La historia, aunque sencilla como las mejores tradiciones decembrinas, funciona con una fluidez encantadora: dos artistas de vodevil se unen a un par de hermanas igualmente talentosas para salvar la posada en quiebra de un general retirado. El resultado es una mezcla de romance, humor suave, números musicales brillantes y ese espíritu de camaradería que Hollywood de los 50 sabía fabricar como si fuera pan dulce recién horneado.
Por supuesto, no se puede hablar de White Christmas sin mencionar lo obvio: la canción. Escrita por Irving Berlin y convertida en uno de los temas más vendidos de la historia, ya era un fenómeno desde Holiday Inn (1942), pero este filme la inmortalizó aún más. Cada vez que suena, algo se te quiebra por dentro… en el buen sentido. Es nostalgia pura, pero de la que abraza, no de la que duele.
A nivel de taquilla, el filme fue todo un éxito para la época: uno de los mayores hits de 1954, recaudando al final de su recorrido por las salas 30 millones de dolares con un presupuesto de solo 2 millones de dolares, todo un blockbuster navideño para la época de los 1950s demostrando que no hace falta pirotecnia para conquistar corazones, solo buen cine, buenas voces, y ese encanto navideño que Hollywood de antaño dominaba como un arte sagrado.
Lo mejor de White Christmas es que, a pesar de ser una comedia romántica musical que roza lo cursi, nunca es empalagoso. Tiene humor ligero, romance chispeante e inteligente, y un final que —aunque lo veas venir desde el primer acto— siempre funciona. Es como ese regalo que ya sabes qué es, pero aún así te emociona abrirlo cada año.
En lo personal, cada revisión me deja la misma sensación: la de un abrazo cálido que me hace esbozar una sonrisa boba y la certeza de que ciertas películas existen para recordarnos que la belleza, aunque simple, puede ser profundamente poderosa.
Es un peliculón, un clásico que no envejece, un musical que es absolutamente encantador, y un pedazo de magia navideña que sigue brillando —como nieve a contraluz— más de setenta años después.


















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