Mi puntuación como fan del cine (no experto crítico):
☆☆1/2 — Apenas buena — 6/10 — Apenas digna de ver.
Hay cine de serie B... y luego está Epitaph (1987), que tranquilamente podría fundar su propia categoría: serie ¿Z? ¿W? ¿Y? Una joyita olvidada y en bruto que encontré una noche de viernes o sábado a la medianoche, cuando la tele local en mi adolescencia en los 90s -alla en Panamá- nos regalaba esos programas de cine de terror y horror que mezclaban sustos con risas (voluntarias o no), y uno no sabía si prender la luz o agarrar la cobija del susto... o del bochorno. Epitaph es una oda trash al terror más delirante y barato.
Este filme tiene algo de especial. Es como si Ed Wood hubiera reencarnado en los años 80s con una botella de tequila, una máquina de humo y una obsesión con las madres asesinas y los psicodramas de sofá.
Epitaph nos entrega una trama que apenas puede llamarse así, con personajes que más que actuar, parecen improvisar sus diálogos mientras piensan en qué cenar después del rodaje. Pero, ay, ahí está su encanto.
La premisa es sencilla, casi poética en su falta de complejidad: una madre psicópata y asesina con problemas (graves) decide desatar su furia contra alguna gente incluyendo una psicóloga-investigadora que, pobrecita, claramente no cobraba lo suficiente como para enfrentar semejante sesión de terapia extrema. Pero lo que me marcó —y no lo digo en broma— fue esa escena perturbadoramente sádica con la rata. ¡Ay, mi madre! Yo estaba horrorizado... Y hay algo originalmente enfermizo en esa secuencia que se te queda grabado, como un mal sueño que no sabes si volveras a tener.
Ahora, lo demás... es una fiesta del desastre. La música parece compuesta en un teclado Casio en modo demo, las actuaciones son tan sobreactuadas que uno se pregunta si los actores estaban conscientes de estar en una película o si fue una improvisación en una reunión de vecinos. Y la puesta en escena... ¿cómo describirla? A medio camino entre un episodio de La Dimensión Desconocida / The Twilight Zone y un comercial de insecticida ochentero. Pero con sangre. Y gritos. Y escenas lúgubres.
Eso sí, no todo es descalabro. Hay una sensualidad enfermiza, casi gótica, en la forma en que la madre psicópata domina la narrativa. Una especie de femme fatale versión Tía Loca con cuchillo y mirada de poseída. A su manera, hipnotiza. Te arrastra como el cine malo que sabe que es malo, pero que aún así te mira desde la esquina con la ceja levantada diciendo: “¿No puedes dejar de verme, verdad?”.
Y aunque el guión es prácticamente inexistente y la tensión dramática brilla por su ausencia durante amplios tramos, hay una especie de lógica caótica que mantiene el barco a flote. O al menos semi-hundido de manera poética. Porque Epitaph no intenta ser profundo ni elegante. Ni siquiera intenta dar miedo todo el tiempo. Es un viaje entre lo bizarro, lo chafa, lo inesperado y lo involuntariamente hilarante, pero con destellos de algo más... algo que no puedes dejar de ver, como esos videos virales imposibles de olvidar por lo grotescos.
El final—y esto lo digo con respeto— me sorprendió por brutal aunque muy superficial y morboso. No porque sea un final brillante, sino porque me dejó preguntándome si lo que vi fue real o solo un delirio de fiebre de cineastas con entusiasmo pero pocas ideas y aun menor presupuesto. Pero sorpresa hubo. De hecho, creo que fue uno de esos finales que salva (más o menos) la experiencia y te deja con ganas de contarle a alguien: "¿Has visto Epitaph? ¡No tienes la más mínima puta idea de lo que te estás perdiendo!".
¿Es buena? No. ¿Me gustó lo suficiente? Sí. Porque hay películas que, aunque estén hechas con cinta adhesiva y sueños rotos, logran colarse en tu memoria y quedarse ahí, como un tatuaje mal hecho que aún así no te quieres borrar. Y esta pelicula, Epitaph, con todo su caos, su atmósfera mugrienta, sus traumas maternos y su estética de video-club rústico, es una de esas.

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